jueves, 18 de marzo de 2010

Paola y su pitbull. Una imágen ni siempre habla más que mil palabras


Este fue un domingo singular. Después del terremoto que nos azotó, todo ha sido singular. Visitamos Dichato, una ciudad vecina destruida por el tsunami del día 27 de febrero. Cuando estábamos aproximándonos a la entrada de la ciudad, policías y militares resguardaban la polis de eventuales malos ciudadanos que lucran con la desgracia de otros, sea robando, creando morbo o abusando de la curiosidad. El militar fue amable, nos sonrió cálidamente mientras pedía nuestra identificación. Luego que pasamos el oportuno control policial, entramos en la ciudad. Al comienzo parecía que el desastre no era tan grave como lo registraban en la televisión, pero a medida que avanzábamos, la catástrofe se hacía más evidente. El comercio del centro de la ciudad estaba arrasado, desaparecido; arrastrado de raíz a metros y metros de distancia apenas con la fuerza del agua. Autos del año completamente destrozados, árboles arrancados de raíz. Continuábamos subiendo al cerro, donde los sobrevivientes están refugiados en campamentos, y el paisaje no era más alentador que al comienzo: casas enteras destrozadas, desarraigadas de su lugar de origen, lanzadas lejos, barcos en medio de los cerros, autos en medio del mar.

Continuamos subiendo y llegamos a nuestro destino: unas hermanas que habían sufrido el desastre, pero que gracias a Dios estaban en su casa. Les entregamos comida y ropa, después oramos por ellas. Luego salí de la casa para ver cómo estaban las personas que realmente lo habían perdido todo, que estaban viviendo en carpas. Mi corazón se estremeció y en mi garganta se hizo un gran nudo de angustia e impotencia, no quería hablar, no fui capaz de sacar una foto siquiera, habría sido una falta de respeto al sufrimiento ajeno, que ahora se hacía el mío. De pronto, de una carpa se asoma una joven madre. Comenzamos a conversar del desastre que le robó todo menos la vida. Su nombre era Paola, una joven delgada con semblante amistoso, que tenía una expresión de miedo y esperanza. Me contó cómo había sido todo, de cómo después del terremoto estaba en su casa, cuando escucha los gritos de los vecinos que decían que la ola venia. “La ola, la ola viene” gritaban todos desesperados, mientras intentaban correr y salvar alguna cosa al mismo tiempo. Paola fue rápida: vistió a su pequeño hijo de aproximadamente un año y buscó a su esposo. Pero ella luego sonríe y me cuenta de su pitbull, su perro. Este perro, conocido por su braveza fue el que la ayudó a salvar a su hijo, pues con una cuerda lo arrastró, y no solo a él, sino que ayudo a otras personas también a correr y a salir del peligro. Paola y su pitbull, Paola y su desgracia, Paola y su bienaventuranza.

Me despedí de ella , pues estábamos en la hora de volver. Antes de irme, oramos juntas. Agradecimos a Dios por la vida que El le permitió continuar viviendo, por su hijo, su esposo y su pitbull. Lamentamos las perdidas, y pedimos fuerza para que pudiese continuar enfrentando esta situación. Le di un fuerte y caluroso abrazo, en él intenté decirle que no estaba sola, que sería su amiga, que la visitaría nuevamente, que tuviese fuerza. No tuve palabras, el silencio me invadía y las lágrimas estaban a un paso de mis ojos. Después de un profundo suspiro pude decir adiós, fuerza Paola, fuerza Dichato.

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